La manera como el adulto se percibe a sí mismo y su rol en la díada adulto-niño juega un papel fundamental, ya que a partir de allí se construirá un cierto tipo de relación con el niño, y por lo tanto se pondrán en juego unas ciertas prácticas o pautas de crianza.
La evolución de la historia de la niñez demuestra el impacto de las ideas y concepción de la infancia de cada época, en la crianza y relaciones con los niños. Todas las sociedades agrícolas se esforzaron en insistir en la importancia de obedecer a los padres, a menudo complementando las directrices básicas con sanciones divinas: la obediencia familiar podía estar vinculada a sistemas religiosos o políticos más grandes. Muchos sistemas legales daban a los padres gran libertad para castigar a los niños desobedientes.” Estas ideas han ido transformándose a través de los años, sin embargo, se observa cómo en la práctica real, el cambio de visión respecto a la infancia está aún en tránsito; lo que da lugar a tres estructuras o formas de ver, relacionarse y educar a los niños.
Una primera, que corresponde a la estructura vertical, la cual supone al adulto ubicado en una posición superior de control, mientras el niño se ubica en una posición inferior, como receptor pasivo de órdenes, disciplina y conocimiento. “Cuando se usa el control excesivo, los niños dependen de un “sitio externo de control”. Es responsabilidad del adulto estar constantemente a cargo de la conducta de los niños. La forma más común de control excesivo utilizado por padres y maestros es el sistema de premios y castigos.” Esta postura podría sintetizarse como una relación niño-adulto en la cual este último es quien “manda».
A partir del surgimiento y auge de disciplinas como la psiquiatría, la psicología infantil, la pedagogía, la puericultura, e incluso las neurociencias, esta estructura sufrió serios cuestionamientos, críticas y rechazo, pues empezaron a hacerse evidentes los efectos nocivos que las prácticas sustentadas en ella permitían o incluso alentaban (castigo, recompensa, amenaza, represión, entre otras). Así mismo, ocurren a nivel cultural y político cambios en la sociedad que repercuten en la concepción de la infancia, como la revolución industrial o la declaración de los derechos del hombre. Por lo que surgen entonces dos posturas o maneras de ver la relación con la infancia distintas: una de ellas igualmente vertical, aunque invertida, y una que plantea radicalmente un cambio, al proponer una estructura horizontal de la relación.
La estructura vertical invertida pone entonces como centro de atención al niño, al ubicarlo por encima del adulto, y otorgarle cierta superioridad al considerar sus deseos y necesidades por encima de todo y a toda costa, con lo que se desvirtúa la autoridad del adulto, quien se somete a desempeñar un rol servil y complaciente frente al niño. Esta podría definirse entonces como una relación vertical en la que el niño “manda”.

Por último, la estructura horizontal, propone el reconocimiento de los derechos del niño y de su protagonismo como ente activo de su propio desarrollo; pero al mantener la autoridad del adulto manifestada en un rol de modelo, líder e inspirador del niño.

La crianza vista así, si bien deja de ser adulto-céntrica, tampoco supone abandonar la responsabilidad de educar o establecer límites en beneficio del niño, de su integridad y adecuado desarrollo. Se transforma entonces en una relación vínculo-céntrica, que reconoce la construcción y mantenimiento de un vínculo afectivo fuerte y cercano, como la más importante tarea y la más poderosa herramienta de crianza; una relación que considera y prioriza las necesidades del niño, pero que tiene también en cuenta las limitaciones y realidad del medio y del adulto. Desde este enfoque quién “manda” no es ya ni el adulto ni el niño, sino las normas y los límites en sí mismos, los cuales están establecidos en favor de ofrecer oportunidades de desarrollo de habilidades de vida en el niño, y a través de la creación de en un ambiente de firmeza y amor, pero sobre todo de respeto mutuo.

 

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